lunes, 29 de enero de 2007

La venganza del gaijin

Hace unos días tuve una conversación que no me consigo quitar de la cabeza. Supongo que porque me cuesta encajarla, está demasiado lejos de lo que conozco.

En una de nuestras visitas fuimos a comer con dos jefazos de la empresa que visitábamos. Uno joven, que sonreía más de la media -que ya es mucho- y otro mayor, que pese a ser jefazo y mayor tenía cara de buena persona.

En mitad de la comida el más joven, que estaba absolutamente radiante, no pudo aguantar más y se decidió a compartir la razón de tanta alegría: "Esta mañana he tenido un hijo" nos soltó de repente. Al principio pensé que era un error de la intérprete. "¿Has tenido un hijo?", pregunté. "Sí, mi primer hijo, un varón".

¡Había sido padre y estaba allí comiendo conmigo!. ¡Con un "gaijin" (guiri) torpe y maleducado que no volverá a ver en su vida!. Balbuceé mi enhorabuena y seguí preguntando: "Y, ¿cuándo le vas a ver".

"Pues verás, mi casa está lejos de Tokio, a una hora en avión más o menos. Gracias a un festivo que cae en lunes tenemos un fin de semana de 3 días dentro de dos semanas, creo que entonces podré ir a casa", me contestó sin perder la sonrisa.

Entonces su jefe, el mayor, inclinó la cabeza a un lado y dijo: "Bueno, no estés tan seguro de eso, tenemos mucho trabajo". El joven asintió y siguió sonriendo en silencio.

A los japoneses que trabajan con nosotros no parecía que aquello les chocase.

Luego mi torpeza, seguramente aliada con mi subconsciente, se tomó su revancha del jefe tirano. Comentaba éste que en uno de los almacenes de su empresa a veces la cerveza y el sake se pasan de fecha. El consumidor japonés es muy sensible con estos temas. Y en plan chiste nos contó que él a veces se lleva cerveza caducada a casa y que está muy buena. "Ja, ja, ja".

De la forma más inocente del mundo quise hacer mi aportación a la conversación: "Creo que la cerveza caducada se la dan a las vacas". De verdad que yo sólo quería sacar un tema de conversación. Pues qué cagada amigo. Aquello se tomó de la peor forma posible: el tipo pensó que le estaba llamando vaca. Y en la mesa se hizo un silencio japonés, de esos densos y eternos.

Pero mira, aunque fue sin querer creo que ahora me alegro.

domingo, 28 de enero de 2007

Tarjetas de visita

Todavía no me acostumbro a la ceremonia de intercambio de tarjetas de visita. Me sigue dando la risa.

Esto funciona de la siguiente manera:

Llegas a visitar una empresa. Aunque tú ya estás y los que vas a visitar han salido a recibirte hay que hacer como si no los vieras. Ellos hacen como si no te vieran a ti. Y esto es porque aún no se ha producido el intercambio de tarjetas. Así que se mira para otro lado y no se habla.

En silencio absoluto (recuerda aunque estés en realidad no estás todavía) te llevan a la sala donde va a tener lugar el acto. El acto en cuestión requiere intimidad y recogimiento y no se puede llevar a cabo en un aparcamiento o en la entrada.

Sacas tu tarjeta de visita y atacas al primero que veas libre. Ahora es cuestión de ver quién se inclina más. Lo mínimo son 90º o, lo que es lo mismo, que la parte superior de tu cuerpo quede paralela al suelo. Por supuesto que si eres capaz de llegar más allá de los 90º mucho mejor. Esto requiere cierta habilidad, ya que el inclinarse de esta forma las cabezas se acercan peligrosamente y un coscorrón sería fatal. El de mayor nivel, que siempre es el visitado, presenta su tarjeta en primer lugar. Te la pone más o menos debajo de la cara de forma que para ti esté al derecho. Tú la coges con las dos manos pero no te la guardas. Aunque está en japonés y no tienes ni idea que pone allí (casita, azadón, linterna, casita rara) tienes que mirarla, ponderarla, hacer un par de admirativas inclinaciones de cabeza y decir "Encantado". Lo suyo es hacer algún comentario, pero con mi nivelón de japonés lo más que consigo decir es: "¡Oh!, de Osaka" o si no: "¡Oh!, Takamura". Como son tan educados ninguno hasta ahora se ha reído de mi simpleza. Asienten y sonríen.

Sigues sin guardarte su tarjeta. La mantienes entre los dedos y con un movimiento de Tamariz le pones la tuya (tu tarjeta se entiende) debajo de la nariz. El tampoco tiene ni idea de lo que pone pero la mira, la pondera y hace algún comentario: "¡Oh!, Madrid", o también: "¡Oh!, García". Todo esto mientras se siguen produciendo inclinaciones con movimientos oscilatorios alrededor de los 90º.

Luego os quedáis los dos parados en esta postura, mirando las respectivas tarjetas. Y esto dura más o menos una eternidad. ¿Cuánto es la duración correcta?. ¿Cuál es el número adecuado de inclinaciones?. Ni idea. Yo he intentado resolver esta duda aguantando la situación a ver quién se rinde primero. Pues nada. El tío no se mueve, sigue ahí mirando tu tarjeta y oscilando. Yo creo que lo hacen para fastidiar a los extranjeros. Al final el silencio se hace insoportable y te retiras vencido.

Retirarse tampoco es fácil. Hay que seguir inclinado y no hay que darle la espalda al otro. Aunque en este caso no sería la espalda lo que le darías dada la posturita. Con cortos pasitos hacia atrás y sin dejar de mirar alternativamente a él y a su tarjeta te vas retirando.

Todo esto se multiplica tantas veces como cruces posibles haya. En una reunión de 2 horas la mitad se la llevan las tarjetitas.

Desde que estoy aquí me he ventilado una caja de tarjetas y me estoy poniendo hecho un figurín con tanta inclinación.

lunes, 22 de enero de 2007

Como una vaca de Kobe

Se ve que me estoy integrando en esta cultura porque creo a mí también me va a reventar la cabeza.

Incluso estoy aprendiendo a decir cositas en japones. Por ejemplo, de Eisuke Yakamura he aprendido a decir "Eto". Que viene a ser como "Entonces". Lo dicen al principio de muchas frases a modo de coletilla. Mientras piensan qué decir lo sueltan alargando las vocales en plan: "eeetoooooooooo". A mí me hace mucha gracia porque suena como cuando en español estás pensándotelo y dices: "Estooooooo...". Así que cuando quiero llamar a mi colega le digo: "Estoooooooo, Eisuke".

Hoy es lunes y tengo esa cara de tonto que se te queda cuando has tenido que currar el fin de semana. Aquí eso es normal. Los sábados y domingos continúa el trasiego de "salary men" del metro a la oficina y vuelta. Pero eso no impide que salgan por las noches igual que trabajan: A saco Paco. ¡Qué tíos!

El viernes nos llevaron a un Shabu Shabu después del trabajo. Esto de que te lleven al Shabu Shabu suena de lo más jugoso, ¿verdad?. "¡Eh!, ¿te vienes al shabu shabu?". Pues que va, es un sitio donde tú te cueces la carne y las verduras en una olla con agua hirviendo que te ponen delante. O sea que vas al restaurante y te lo tienes que montar tú solito. Como el Ikea pero en comida. Nos pusieron la carne de las famosas vacas de Kobe que crían a base de cerveza y sake para que se pongan más hermosas. Debe ser la caña irse a Kobe y pasear entre vacas borrachas y gordas.

Terminamos la noche en una disco, Vanilla creo que se llamaba. A partir de ahí tengo lo que se conoce como memoria fragmentada. Recuerdo que estaba muy oscuro. También que era como un laberinto y que se perdía uno todo el tiempo: "Estoooooo, Eisuke, ¿dónde están los demás?". Me acuerdo de que pensaba todo el rato en lo felices que deben ser esas vacas. Y de un japonés muy majo que me dijo que me habían cobrado de más y se tiró una hora discutiendo con el de la barra para que se hiciera justicia. Y de otra japonesa que me contó que era profesora de astrofísica especializada en radiación infrarroja de fondo. Los vestigios del big-bang. Curiosa coincidencia: El satélite que está registrando la radiación de fondo se llama Kobe, como el terruño de las vacas cerveceras. Y luego recuerdo más caras y más voces. "¡Kampaiiiii!"

Sin embargo al día siguiente, sábado por la mañana, todos aparecieron como si no hubiera pasado nada. Limpios y afeitaditos en la oficina. Y yo con un big-bang en pequeño dentro de la cabeza.

De verdad que están fatal. A mí me parece que, en general, las vacas son más felices que la gente. Pues en Japón mucho más.

miércoles, 17 de enero de 2007

Tetsuo y el Frere Jacques

Hoy hemos ido a ver una fábrica. Da igual de qué sea la fábrica, aquí en Japón todas se parecen: operarios uniformados con un mono blanco impoluto, suelo impecable, máquinas flipantes y un jefe de planta que se mueve a pasitos rápidos mientras todos dejan de trabajar para saludarle con aire marcial.

Hemos llegado a una zona en la que había unos robots trabajando. Su tarea era tomar lo que salía de las líneas de producción y colocarlo en unas estanterías. Ellos solitos se movían a sus anchas por la fábrica con movimientos lentos pero seguros. Es curioso pero aquí los empleados van corriendo a todas partes. Si el jefe les llama no caminan, van como motos. Sin embargo los robots estos tienen una pachorra que desespera. Cada uno con su nombre propio serigrafiado en la chepa, o en lo equivalente a la chepa para lo que es un robot: Tetsuo, Jumpei, Shiro,... Cada uno a su bola, ocupados en sus cositas de robots.

Mientras nos daban la charla he visto con el rabillo del ojo que uno de estos brutos mecánicos venía hacia mí. Me disponía a dejarle pasar cuando el jefe de planta ha empezado a hacer unos graciosos gestos llenos de energía indicándome que no me moviera de donde estaba. ¿Que no me mueva?. ¡Con aquel bicharraco de tres metros de altura echándoseme encima!. Así que le pregunté, también con gestos, que si estaba seguro de lo que me decía. Esto en lenguaje universal de signos se indica poniendo cara de "¿Pero tú estás loco o qué?".

"Que sí, que sí, que te quedes ahí", traduce la traductora. No del todo convencido miro a mi contrincante de abajo arriba y de arriba abajo. La verdad es que era un buen ejemplar: con su horquilla elevadora a modo de pitones, mil kilos en canal, amarillo bragao, de la ganadería Mitsubishi: el robot Tetsuo. Y como representante de la raza humana, con terno gris marengo y corbata escarlata: un servidor, el niño de Tokio.

Allí me he quedado plantado como Don Tancredo, dispuesto a demostrar a los empleados de aquella fábrica, empleados que habían dejado sus tareas para mirar, que si hay que echarle gónadas al asunto se le echan. Hay que ver las tonterías que puede hacer uno si le pican en el orgullo.

Mientras tanto Tetsuo el robot seguía avanzando insensible a mis alardes. Ya se le podían acabar las pilas, pensaba yo. Y al llegar a metro y pico, cuando ya estaba a punto de flojearme los esfínteres, Tetsuo se para, en su parte superior se iluminan unas luces de alarma anaranjadas y de sus altavoces empieza a salir una melodía. ¡No puede ser! Pero lo es: Está cantando el Frere Jacques. El cacharro este me canta el Frere Jacques para que me aparte.

Mi cara debía de ser un poema, porque estaban todos partiéndose el pecho de mí. Mientras tanto Tetsuo, al ver que no me iba a quitar de enmedio, se da la vuelta y se va a buscar un camino más despejado. Se me han ocurrido tres reflexiones tres:

1) El mito del ser artificial. Cuando el ser humano se pone a ejercer de creador intenta superar las limitaciones humanas: El Golem, Frankestein, los replicantes de Blade Runner... Los robots de esta fábrica, tan pachorros y cantarines, me parecían más desinhibidos que sus creadores.

2) La fuerza del destino. Mientras estaba allí, en plena lidia androide he pensado esto: ¿Qué decisiones, qué opciones he tomado en mi vida para acabar en una fábrica en Japón, frente a un robot cantarín mientras 50 japoneses se descojonan de mí?

3) Diferencias culturales. Aquí la gente es tan amable y considerada que se proyecta a todo lo que hacen: robots, hoteles o tazas de váter. Todo amabilidad. Si diseñan un robot lo hacen para que detecte si tiene a alguien cerca, se pare, le cante una melodía para advertirle y si no hay otra opción busque otro camino. En mi país si diseñamos un robot hubiera sido muy distinto. Le hubiéramos llamado Farrukito 9000: Un robot que llega, te atropella y luego sale echando leches mientras, eso sí, te canta una soleá.

viernes, 12 de enero de 2007

Dragones y mazmorras

Eisuke Yakamura es mi compañero de trabajo en Tokio.

Eisuke Yakamura trabaja muy duro, no se queja y siempre sonríe. Se debe a su empresa con la abnegación de un samurai. No lleva armadura, pero se siente protegido por su camisa blanca y su traje oscuro. Cada mañana el metro vomita una masa líquida de empleados de traje oscuro y camisa blanca. Luego, ya de noche, el metro se los traga de nuevo. Vuelven a sus casas en un tren, con sus corbatas un poco sueltas, para que no les reviente la cabeza.

Algunas noches termina muy tarde y se tiene que quedar en el centro. Entonces duerme en una cápsula con un neceser de cortesía y una tele de mil canales. Lo peor, dice, es que al día siguiente tiene que repetir la misma camisa y el mismo traje. Y a mí me parece que eso tampoco importa mucho.

Pero Eisuke Yakamura no es como los demás. Le gustan los tebeos de la Marvel y juega al rol con sus amigos. A él lo que le gustaría es estar leyendo un tebeo o jugando a dragones y mazmorras. Pero en vez de eso trabaja muy duro. Está estresado y quizás un día le reviente la cabeza, pero él no se queja y siempre sonríe.

Eisuke Yakamura se ha echado una novia. Es una chica moderna, dice, con su sonrisa esta vez más forzada. Es moderna porque viste raro. Además quiere triunfar en su trabajo y no sabe cocinar. Eisuke dice riendo que ojalá se pareciera más a su madre, que cuida la casa. Se ríe y me río con él. Se pone serio y dice: "no era una broma".

Esta noche en su cápsula sueña con samurais, con dragones y mazmorras y con mujeres sumisas. Mañana sábado vendrá a trabajar con el mismo traje y la misma camisa.

Pobre Eisuke Yakamura.

miércoles, 10 de enero de 2007

El bucle infinito

Esta gente es tan amable que se bloquea.

Me he despertado a las 6 am, que para este cuerpecito mío machacaíto de jetlag eran las 10 de la noche. La hora de levantarse de la siesta, vaya. La noche anterior había dejado por fuera de la habitación el cartelito de "No molestar", que en japones se dice casita-barco-palito-azadón-casita rara. También había pedido en la recepción que me despertaran a las 8:00 así que me quedaba un tiempo para gastar. Después de dar unas vueltas en la cama y esforzándome por no abusar del chorrito del vater decido ir a correr a la calle. Con un par. Eran las 7:30 o así.

Algunos de estos datos son importantes para lo que voy a contar. Otros son totalmente superfluos e ininteresantes. Pero oye, para eso hace uno su blog, para soltar ladrillos a los colegas.

Sobre las 8:10 llego de mi carrera a la puerta de mi habitación. Me encuentro al de la recepción caminando pasillo arriba, pasillo abajo en torno a mi habitación sin dejar de mirar a la puerta con aire alarmado.

Después de un diálogo un poco absurdo lleno de arigatos y gozaimas me entero de lo que pasa. El de la recepción se encuentra con esta contradicción: Tengo que despertar al de la 959, el de la 959 no contesta, el de la 959 no quiere que le casita-barco-palito-azadón-casita rara. El pobre japonés, queriendo cumplir con todas las instrucciones a la vez, entra en bucle infinito. Como el güindous, pasillo arriba, pasillo abajo hasta que llego yo para hacerle reset.

Ya sé que suena paleto esto de las comparaciones, pero en mi país estas cosas no pasan. En mi país si pones al de la recepción instrucciones contradictorias no se bloquea ni de coña. Somos como el Linux: desagradables y a prueba de bloqueos.

martes, 9 de enero de 2007

Japón es una isla que está en el mar del Japón

Vaaaaaale, no es un comienzo muy brillante que se diga. Pero si te vas a la otra punta del mundo necesitas empezar poniendo alguna referencia. China, Corea,... y enfrente Japón. O Cipango, que así nombró a esta isla Marco Polo vete tú a saber por qué.

He llegado a Tokyo hace unas horas. Aquí viven 22 millones de personas pero que se las apañan entre ellos para todo funcione como si fuera una ciudad de provincias. Como la seda. Seda de Cipango. Esto sólo es posible porque la mayoría de estos 22 millones de personas resultan ser japoneses. Segunda perogrullada pero es que, ¡cómo son!

Sólo un detalle. He querido coger un taxi. Me he acercado una hilera llena de ellos que ocupaba todo el lateral de una calle. El conductor al que me he dirigido me ha hecho ver que tenía que cogerlo al principio de la fila. Vale pues echo a andar. ¡La hilera era de un kilómetro!. Todos los taxistas esperando. Nadie hace trampa. Y después de caminar 15 minutos hasta la parada puedes coger tu taxi. ¿Alguien se imagina algo así en Madrid?. Pues eso que metemos 22 millones de lo que sea (Madrileños, Romanos, Burgaleses, Egabrenses o Fenicios...) en este monstruo urbano y en dos días lo dejamos como si hubiera pasado el mismísimo Godzilla.

En otro orden de cosas me preocupa la afición que le estoy cogiendo a los chorritos con los que está equipada la taza del váter. Dichos chorritos le llevan a uno a hacerse un par de preguntas.